2015/08/25

Baile

¿Sientes mis dedos sobre tu espalda? Le dijo él colocándose delante, frente con frente, y dándole un pequeño impulso hacia si, al tiempo que estudiaba la cadencia a la que tenía habituado su cuerpo: ¿flexible, rígido, blando?
Sí, le contestó ella, abrazándose con su mano izquierda en alto, a la espera de que su derecha le tomara el alto de la espalda. Adelantó el pie izquierdo para no caer en su cuerpo como si fuera un pesado saco de arena.
Eso es, susurró con una leve sonrisa que se quedaba en mueca. Ella era dúctil desde el primer impulso y sus pies se movían con un control preciso cargado de intuición. Sabía bailar aunque no tenía conciencia de ello.
Fotógrafa: Ruth Bernhard
Mil, dos mil, un millón de veces llegó a posar él la yema de los dedos sobre el valle delicado de su hombro. Antes de que su intención se hiciera tacto, su mirada les indicaba el momento y la cadencia de sus pasos, hasta lograr con los ojos cerrados la interiorización de la coreografía que la música pedía.
La música, en su interpretación corporal, era cincelada en cortes perfectos, y su ritmo, raptado por la concreción del movimiento. Bailaron así por un tiempo, percibiéndose en un nirvana que tensaba sus cuerpos hasta integrarlos en un mecanismo único, ingrávido, cálido y próximo.
El día se hizo baile. Pasaban las horas y una amalgama de calor, música y luz escarlata emanó de los pies danzantes, se extendió por los dos cuerpos, pura música en su vibración, dejando ver un difuminar de formas cada vez más blancas, más intensas y más etéreas.

Fotógrafo: Howar Schatz
Realmente, tocaron el éxtasis en un abrir y cerrar de ojos, mientras una nueva melodía volvió a apoderarse de sus formas y éstas a desprenderse de la música, dejando al dúo agotado y en un letargo que el tiempo se encargó de obrar en un nuevo despertar que duró una vida.


© Samier 2015 08 

2015/08/18

Impostura al sol

Ágil Slop, ciego y lleno de codicia, cruzó la gatera para colocarse al sol de invierno, en el lugar que más la placía, desde donde podía purgarse a un tiempo.  Siguió Kiko, el bello de mirar huidizo, que se establece en su atalaya de líder. Blas, el pequeño del grupo, incordió y saltó a los otros dos, soltando alguna tarascada que otra, para aposentarse donde su capricho quiso, y mirar de frente al sol que le cerraba los ojos en un duerme vela. Lo intentó Miki, pero no cruzó la gatera, arañó ante la indiferencia y gimió hasta que su corazón quedó roto. Entonces, se movieron los tres, olfatearon y dieron vueltas a ese sol en negro que les acabada de abandonar, sin siquiera emitir un "miaou".



@ Samier. 2015 08