2014/11/24

Animales

El agua fría anuncia en otoño el próximo invierno. Se hace acopio de leña antes de que las húmedas lluvia y nieve  visiten las cabañas. El viento se revuelve y trae con él cierto olor a matanza. Dos animales ofrecen sacrificios, hombre y lobo se miran desde lejos, no sin cierto recelo.

Foto: Manuel Ángel Gutierrez

Entre los suyos, uno come carne seca antes de meterse entre pieles para iniciar el viaje de los sueños y otro ve acercase la noche  con un aullido de queja hacia la luna por el forzoso ayuno, antes de hacerse un ovillo en su fría cueva.
La comida está garantiza para uno de ellos al despertar y no tendrá que salir a cazar. El otro no tiene alternativa, vive el día a día, y junto a su manada otea el horizonte y afina el olfato para percibir lo que le trae el viento.

El ganado del hombre parece que no ofrecerá resistencia, una barrera de madera  no es obstáculo. El único problema es el hombre que lanza fuego con sus manos y mata desde lejos. Audacia, sigilo y velocidad son las armas del lobo, junto a la motivación más fuerte del hambre que siente para seguir vivo. Para él, la lucha por la vida es a muerte.

Cuando todavía el alba apuntaba y las sombras eran aún dueñas del bosque, el quinto sentido, la intuición, despertó al hombre, mientras el lobo descendía por la ladera del valle sin hacer ruido, acompañado por sus hembras. Quiso el primero no hacer sangre y salió al encuentro con alimento.  Lo depositó en el lugar donde el viento podía llevar el mensaje y se quedó a la espera, a distancia de salvaguardia.

Con las miradas y el movimiento pausado de ambos animales se limaron resquemores mutuos, hasta que la manada de lobos trajo a los propios cachorros, al fácil alimento del hombre. El tributo de uno, tuvo la recompensa en amistad del otro.


© Samier 2014  24

2014/11/14

Jaqueca 
           
            Sal y silicio caían por sus dedos desde los cabellos mojados de mar. Nubes avaras en agua, tapaban el vacilante sol de un verano interminable. Otro día más con la visión obnubilada le mostraba un mundo de planetas negros al cerrar sus párpados. Un simple rayo de luz reflejado en el cristal le dejó ausente, incomunicado. Entre las pastillas y las inmersiones en la mar recuperaba a ojos cerrados la normalidad de sus venas inflamadas, tras un viaje en otra dimensión de los sentidos.


            Se tumbó sobre la arena, tapó sus ojos con una toalla y empezó a meditar para evadir el dolor punzante que le taladraba, dejándose llevar por el pensamiento de que los días malos también se terminan. Buscó la normalidad en una respiración profunda, que dirigió desde los pies a la nuca. El aire fresco del norte equilibró la temperatura de su cuerpo, haciendo desparecer la electricidad y el sabor metálico que le inundaba, y aunque el dolor golpeada con agujas la membrana de su cerebro, que no quería dejar de sonar, al menos tuvo el consuelo de ser sones en tonos bajos. La inflamación se tornó liviana y el sueño breve fraguó un descanso en la tamborrada.

            Aguas turbulentas de interior, y placidez en la propia mirada. El mero deseo le columpiaba sobre los hilos de la imaginación que desde lo alto de los cipreses tejían las arañas risueñas de felicidad, quienes con sus mil ojos contemplaban la fragmentación controlada de las neuronas que una a una caían en sus redes. A nada podía oponerse, pues esfuerzo y dolor le rompería en pedazos y quería conservar el cuerpo que observaba fuera de si.


            La memoria troceada le mostró la risa aguda de las sirenas borrachas en su escasez de oxígeno, que le dejaban frío, como las sombras en los inviernos de infancia. Mientras, el tiempo había muerto y en su Olimpo de eternidad se vivía el germinar continuo de plantas en suspenso, siempre verdes, siempre dando flor. La primavera era vaivén hacia adelante y hacia atrás, pero a él el  frío no le abandonaba y acolchado en la oscuridad de su dolorida cabeza, vio pasar la Navidad desde la altura de las arañas.


© Samier 2014 11